El cambio de Todo es permanente. El poder observarlo, ha de
transformar nuestra relación consigo mismo, con los seres cercanos y lejanos,
con la naturaleza y con el universo.
Cuidar nuestro planeta es valorar la vida y si ésta continúa
indefinidamente en el universo como lo plantea la filosofía tibetana, nuestra
actitud ha de ser ecológica y de acciones diarias con urgencia: Evitar a como
dé lugar las quemas en los campos, la pólvora que aturde nuestra fauna; cuidar
el agua y la madre tierra. Si nos sentimos con derecho a respirar, hemos de
despertar conciencia, para que otras generaciones también lo puedan hacer.
La pregunta de cómo valorar la vida llega reiteradamente a la
conciencia. Y he aquí una primera respuesta: El aceptar la muerte, comprender
que todo lo que vive, morirá; lo construido, se derrumbará; lo que hoy es,
mañana no estará. Comprender la impermanencia de las cosas y de los seres, e
integrar tal comprensión a nuestra vida, permite mirarse uno con humildad y
mirar hacia los otros seres con compasión.
¿Y cómo mirarse uno con compasión? Ante todo, escucharse: qué
me incomoda, qué me inquieta y para ello he de practicar la meditación.
Una de ellas es respiración consciente y al exhalar
lentamente dejar ir también los pensares del momento, es un intento de práctica
que se retomará luego. Otra práctica sabia y sencilla que propone El libro
tibetano de la vida y la muerte, es meditar en la muerte durante sencillos momentos
de gozo, de tristeza o quizá de serenidad. Ello permitirá comprender ese cambio
permanente en la danza del vivir y morir.
El aceptar la muerte y reflexionar con frecuencia sobre ella
y acerca del cambio permanente de todo lo existente, produce el desapego y como
una sensación de liberación de los viejos hábitos del pensar y el actuar
repetitivos que nos hacía danzar en un círculo continuo Sin poder saltar hacia
fuera de esos pensares y preocupaciones. El desapego se va experimentando
paulatinamente, como efecto del reflexionar frecuente acerca del cambio
permanente. Dice el autor que no es fácil el desarraigo de las viejas
costumbres. Es la reflexión, un ejercicio que ha de practicarse al despertar,
en la mañana, al atardecer, en la noche, y así interiorizarlo, para vivenciar
paulatina y gozosamente el desapego a tantas cosas que antes nos ataban a la
repetición. Muchas veces se siente como un hastío de la vida personal, como la
necesidad de experimentar algo nuevo que nos libere de la monotonía; y he aquí
un modo vivencial de hacerlo.
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